sábado, 8 de agosto de 2015


Él era una ciudad en ruinas y yo una loca turista entre sus calles. Algunas mañanas él se despertaba con la fuerza de un tsunami en Tailandia y yo parecía ser todos los arboles y todos los edificios destrozados tras su paso.

Por algún motivo, él era como la M-40 recorriendo Madrid a las dos de la madrugada y yo intentaba (sin éxito) conducir un nuevo Maserati a 200 kilómetros por hora. Pisaba el gas para llegar a amarle pero nunca era suficiente. Si las personas fuésemos lluvia, yo sería llovizna y él, sería un huracán.

A menudo, él solía pensar que todos los caminos nos llevarían a Roma pero, en realidad, ninguno llegó a traspasar la frontera. De cualquier modo, todos mis caminos pasaban antes por su casa. Qué más daba, en ese momento, lo que viniera después. Y así fue: después ya no vino nada.